sábado, 27 de septiembre de 2014

Turandot. Ópera de Colombia, 2014.







Turandot, una fábula sobre una sanguinaria princesa china que entrega al verdugo a los pretendientes que no logren adivinar sus adivinanzas, es una obra de dimensiones épicas. El dilema moral entre el orgullo y el amor, ambientado en una Beijing legendaria. No hay nada pequeño en esta historia.

La referencia arquitectónica es, obviamente, la Ciudad Prohibida de Beijing. Su riqueza de formas, colores y texturas.

Hemos  creado un dispositivo en el que tras la monumental simetría de la arquitectura palaciega, representada por la especie de telón de boca tridimensional de los pabellones de Ping, Pang y Pong, se esconde la maquinaria brutal y dura del poder imperial, expresado en las murallas de la Ciudad Prohibida y en los niveles de una sociedad rígidamente estratificada.

Quise romper un poco con lo que siento como la chinoiserie un poco kitsch que caracteriza la mayor parte de las producciones de Turandot. Le planteamos a nuestro director Alejandro Chacón la posibilidad de una escenografía que hablara de la dureza y frialdad de Turandot usando, sin mucho disimulo, materiales y técnicas industriales: andamios tubulares cubiertos con láminas de techo de policarbonato.



Esto nos ha permitido construir una inmensa muralla en el escenario relativamente pequeño del Teatro Jorge Eliecer Gaitán. Las características del policarbonato permiten que el muro se convierta en una especie de caja de luz semi-traslúcida, capaz de cambiar de escena en escena. Complementado con el movimiento de módulos de escaleras, se consiguen las diversas configuraciones que exige el texto.

En términos prácticos, esta estrategia permitió bajar los costos de realización y alivia a la compañía del problema de guardar grandes estructuras en sus depósitos.


Los pabellones de Ping, Pang y Pong.


Plaza frente al palacio imperial



































La corte imperial.











































Jardines del palacio imperial.










Coordinar un montaje de estas dimensiones, que involucra a la vez proveedores teatrales e industriales, es un desafío. Más aún cuando diseñas desde una isla del Caribe mientras se realiza en la lejana y lluviosa Bogotá. Nada de esto hubiera sido posible sin la apasionada complicidad de un equipo. Juan Camilo Torres se multiplicó como asistente de diseño, jefe de compras, inventor general de ideas e interlocutor de angustias de email y whasapp. A su lado, Catalina Aguirre García, aportó sensibilidad y pasión por el arte. Tatiana María Santos hizo una muy productiva pasantía en la producción.

Mención aparte merece Diana Sanabria, a cargo de la utilería, con exquisito gusto y atención al mínimo detalle, todo acompañado de un humor maravilloso.

Fue un orgullo trabajar con William Tiriat, el más grande realizador de Colombia y patriarca de un clan familiar con características de mafia teatral. Igualmente contar con la presencia de un artista de la talla de Alejandro Velasco y de sus colaboradores Raúl Cuellar y José Francisco Ortiz. Diego Campos, a cargo de la tramoya del teatro, fue siempre un apoyo solidario.

Trabajar en equipos multidisciplinarios, convertidos en una familia en el poco tiempo que nos permite la escena, es lo que más me maravilla de la ópera. A todos les doy las gracias. Pero sobre todo a mi hermanos en el teatro, Alejandro Chacón y Adán Martínez Francia, que me devolvieron la alegría de aquella época dorada que compartimos en el Teatro Teresa Carreño.



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