En este país nuestro, tan dado al
culto de los héroes, yo tengo el mío. Se llama Elías Pérez Borjas. Un hombre
que, como muy pocos, enriqueció la vida cultural del país y, en el proceso de
hacerlo, nos cambió la vida a muchos.
Hoy, a 20 años de su muerte, me
duele que mucha gente joven no conozca a Elías, que ignoren cuanto le debemos
todos. Me duele, pero no me sorprende. Es que Elías es el más improbable de los
héroes venezolanos. Un hombre menudo, delicado, con unos enormes lentes, su
porte no era precisamente titánico. Algún jodedor lo bautizó “la venadita” y el sobrenombre quedó grabado para siempre. Tampoco
su formación académica era una cosa que impresionara. Y, sin embrago, a punta
de su inmensa sensibilidad y pasión, contra viento y marea, Elías se convirtió
en el motor detrás de la danza y el teatro en el país y nos dejó el legado de
los mejores años de la gestión cultural venezolana del siglo 20.
Un inventario somero: Elías
dirigió el Ballet Nacional de Venezuela; fundó El Nuevo Grupo junto a la tríada
de Chocrón, Cabrujas y Chalbaud; fundó la Escuela Nacional de Danza; con Vicente
Nebrada, Zhandra Rodriguez y Maria Cristina Anzola, creó el Ballet
Internacional de Caracas; dirigió los teatros de la ciudad de Caracas para
Fundarte; fue profesor de la Escuela de Artes de la UCV y el Instituto Superior de Danza; publicó libros y fue un
conferencista incansable. Para colmo, encontró tiempo trabajar como productor
de cine, teatro y danza; director de escena y diseñador de iluminación en
incontables proyectos. Cuando lo alcanzó la muerte dirigía la Compañía Nacional
de Teatro.
Este cuento se hace personal en
1984. Lo conocí cuando se estrenaba como director gerente del Teatro Teresa
Carreño. El teatro, una inmensa mole de concreto con dos salas dotadas con
tecnología de punta, talleres y salas de ensayo, se había inaugurado y cerrado
en 1983. Corría el riesgo de convertirse en un elefante blanco de la Venezuela
saudita.
Ese año memorable, Elías logró
articular un consenso entre todas las fuerzas políticas para apoyar al teatro.
Invitó a congresistas de todas las tendencias y los enamoró de la institución y
de lo que allí se hacía. Lo mismo hizo con los más importantes empresarios y
banqueros del país.
Con esa plataforma de apoyo abrió
el teatro. Y lo abrió con una nueva y moderna visión. Abierto a todas las
manifestaciones de la cultura sin otra limitación que la de la calidad. Montó una
programación amplia y cuidadosamente planificada en la que por primera vez, junto
a las temporadas de ópera, ballet y conciertos sinfónicos, se abría las puertas
a expresiones de la cultura popular desde el rock y el pop, hasta por la
salsa y el folclor. Algunos puristas se horrorizaron. El proyecto de Elías suponía que el Teresa Carreño debía
ser la meta a la que todo artista venezolano pudiera aspirar como culminación
de su carrera.
También lo abrió a las nuevas
tendencias y a los jóvenes. Invitó a los bailarines contemporáneos de Danzahoy
a convertirse, junto al Ballet Teresa Carreño, en compañía residente del
teatro. Cada compañía debía, además, tener su escuela en el teatro, que se
convertía ahora en un gran centro de formación.
Lo abrió a un nuevo público.
Generó espectáculos para niños y jóvenes. Creó programas educativos y de
sensibilización para escolares de las zonas populares. Instituyó ensayos
abiertos, foros y charlas de libre acceso.
Lo abrió a la excelencia. Llamó a
Vicente Nebrada y lo convenció de hacerse cargo de la dirección del ballet, con
miras a convertirlo en una compañía de alto nivel internacional. Invitó a
grandes figuras del teatro y la música a incorporarse a las temporadas de
ópera. Eduardo Marturet se encargó de la dirección musical del teatro. Elías se
valía de su visión integral del espectáculo y de su inmensa red de contactos en
Venezuela y el mundo entero para beneficiar al teatro.
Consciente de que no había un
precedente en el país de teatros de estas dimensiones y nivel técnico, lo abrió
a una nueva generación de profesionales del teatro, muchos de ellos formados
por la institución en intercambio con los grandes teatros del mundo. Elías, que
ya conocía de primera mano a todo el que trabajaba en un escenario en
Venezuela, se trajo a los mejores, a los maestros, y los puso a trabajar y compartir
conocimientos con ellos.
Entre esos nuevos técnicos estaba
yo. Estudiaba el último año de arquitectura y amaba el teatro. Elías, entre los
montones de inventos que estaba generando, tuvo la idea de reclutar jóvenes
universitarios afines a las artes
para hacer de acomodadores en el nuevo teatro. Los llamó guías de sala. Ese
concepto, hoy común en todos nuestros teatros, es también creación de Elías. Yo
me anoté y participé en un curso de formación riguroso en el que, además de
aprendernos la numeración de butacas y zonas del teatro, el protocolo de la
sala, procedimientos de emergencia y primeros auxilios, tuvimos clases, entre
otros, con el propio Elías, con Eduardo Marturet, con Vicente Nebrada y con
Luisa Fermín, la coordinadora del escenario. Yo me enamoré de Luisa y su
trabajo y pedí ser transferido al backstage. Elías, entusiasmado, lo aprobó.
Allí comenzó mi vida de hombre de teatro. Al año me envió a Alemania, a hacer
pasantías en los teatros de ópera de Colonia y Stuttgart. Durante 20 años fui un teresiano y
reconozco a Elías como una figura paterna. A esa primera generación de guías
pertenecen muchos destacados profesionales de las más diversas ramas. Todos
añoramos esa época dorada del teatro.
La idea de definirse “teresiano”,
aunque el término lo acuñó Isaac Chocrón, es obra de Elías. Uno de los secretos
de su éxito como gerente fue consolidar un equipo de trabajo con un sentido de
pertenencia institucional que rayaba en el fanatismo. Elías se bajaba de su
carrito cada mañana y, camino a su oficina, iba revisando cada matero, cada
rincón del foyer, los vidrios de la taquilla. Se detenía a recoger papeles
sucios, tirros mal pegados, anotaba si faltaba un bombillo. Esperaba de todos
un nivel de compromiso equivalente. Que cualquiera de nosotros, insistía, estuviese
orgulloso de barrer el piso del escenario si hacía falta. La perfección era el
único nivel aceptable en el escenario. No podíamos hacer concesiones jamás, ni
en lo técnico ni en la estética del espectáculo. Hacerlo era exponerse a sus legendarios ataques de ira. Para
esas ocasiones Elías se había creado un alter ego temible: solía decir que sus
amistades las hacía del lindero del Ateneo hacia allá, que aquí se venía a
hacer las cosas bien hechas y ya. Si un técnico le decía que alguna exigencia
era imposible, respondía que “a ti te pagan para que me digas cómo se hace, no
que no se puede”. Exasperado cuando alguien no entendía un señalamiento,
hablaba con una exagerada lentitud, casi deletreando, como si uno fuera un
tarado, “mi-ma-má-me-mi-ma”. Provocaba matarlo. Los técnicos aprendimos incluso
a reconocer el perfume que utilizaba Elías, que nos alertaba de su presencia en
la oscuridad del escenario, supervisando cada detalle de una función o un ensayo.
Si sobrevivías a ese nivel de
exigencia ganabas ser parte de una familia teatral. Además de su permanente
preocupación por la profesionalización de los oficios teatrales, Elías era un
defensor de la calidad de vida de los colegas. Sueldos y beneficios dignos eran
una permanente preocupación suya. Con frecuencia eso lo ponía en tensión con
los administradores del teatro, que confundían eficiencia con avaricia. Pero
más allá de lo remunerativo, Elías se preocupaba sinceramente por el bienestar
de los integrantes de su equipo. A raíz de un terrible accidente, en el que
explotó un depósito de pintura del teatro y resultaron quemados dos compañeros,
Elías cubrió los gastos de hospitalización y tratamiento que no amparó el
seguro. Los visitaba con frecuencia y se hizo íntimo de sus familiares.
Conmovido por la situación de los demás pacientes del pabellón de quemados, se
movilizó para apoyar el tratamiento de todos los que allí estaban, propios y
ajenos. Con sus contactos en el exterior llegó incluso a procurar medicinas que
no se conseguían en el país.
Esa preocupación se reflejó en la
creación del servicio médico del teatro. Elías, como hombre de teatro, conocía
perfectamente las particulares presiones físicas y sicológicas a las que están
sometidos los artistas, así cómo los riesgos que implica el trabajo en
escenario. Con el doctor Luis Parada creó el primer servicio de salud
especializado en la asistencia a los artistas del país. El éxito fue tan
rotundo que se corrió la voz y el Teresa Carreño se vio obligado, pese a las
limitaciones presupuestarias, a prestar servicios a toda la comunidad de las
artes escénicas de la ciudad, tradicionalmente desamparada.
La última vez que vi a Elías fue
cuando coincidimos en un vuelo rumbo a Nueva York, una ciudad en la que había
vivido y a la que amaba casi tanto como a Caracas. Nos dio, a mi y a mi
compañero Beto Guedes, un montón de datos útiles. Recuerdo que uno era que visitáramos la
librería Strand, la mejor venta de libros usados en la ciudad. Quedamos en
vernos allá. No logramos coincidir. Él regresó antes. Cuando nosotros
regresamos ya había muerto.
La última característica que hace
de Elías mi héroe es su sobrecogedora generosidad. En un país y en un medio en
el que los héroes son autoproclamados, en el que los egos enfermizos viven del
auto-homenaje, Elías trabajó infatigablemente, cada día de su vida, en
silencio, detrás del escenario. Construyó magníficas instituciones culturales, modernas,
relevantes, que otros intentaron borrar por mezquindad o mera estupidez. Jamás perdió tiempo promocionando su propio nombre. Es un ejemplo de entrega y voluntad de servicio.
Que la historia no lo olvide. Que
viva su legado. Yo se que no pasa un día sin que alguno de nosotros, los
teresianos, lo recordemos. Eterno Elías.