Turandot,
una fábula sobre una sanguinaria princesa china que entrega al verdugo a los
pretendientes que no logren adivinar sus adivinanzas, es una obra de
dimensiones épicas. El dilema moral entre el orgullo y el amor, ambientado en
una Beijing legendaria. No hay nada pequeño en esta historia.
La
referencia arquitectónica es, obviamente, la Ciudad Prohibida de Beijing. Su
riqueza de formas, colores y texturas.
Hemos creado un dispositivo en el que tras la
monumental simetría de la arquitectura palaciega, representada por la especie
de telón de boca tridimensional de los pabellones de Ping, Pang y Pong, se
esconde la maquinaria brutal y dura del poder imperial, expresado en las
murallas de la Ciudad Prohibida y en los niveles de una sociedad rígidamente
estratificada.
Quise
romper un poco con lo que siento como la chinoiserie
un poco kitsch que caracteriza la mayor parte de las producciones de
Turandot. Le planteamos a nuestro director Alejandro Chacón la posibilidad de
una escenografía que hablara de la dureza y frialdad de Turandot usando, sin
mucho disimulo, materiales y técnicas industriales: andamios tubulares
cubiertos con láminas de techo de policarbonato.
Esto
nos ha permitido construir una inmensa muralla en el escenario relativamente
pequeño del Teatro Jorge Eliecer Gaitán. Las características del policarbonato
permiten que el muro se convierta en una especie de caja de luz
semi-traslúcida, capaz de cambiar de escena en escena. Complementado con el
movimiento de módulos de escaleras, se consiguen las diversas configuraciones
que exige el texto.
En
términos prácticos, esta estrategia permitió bajar los costos de realización y alivia
a la compañía del problema de guardar grandes estructuras en sus depósitos.
Coordinar un montaje de estas dimensiones, que involucra a la vez proveedores teatrales e industriales, es un desafío. Más aún cuando diseñas desde una isla del Caribe mientras se realiza en la lejana y lluviosa Bogotá. Nada de esto hubiera sido posible sin la apasionada complicidad de un equipo. Juan Camilo Torres se multiplicó como asistente de diseño, jefe de compras, inventor general de ideas e interlocutor de angustias de email y whasapp. A su lado, Catalina Aguirre García, aportó sensibilidad y pasión por el arte. Tatiana María Santos hizo una muy productiva pasantía en la producción.
Mención
aparte merece Diana Sanabria, a cargo de la utilería, con exquisito gusto y
atención al mínimo detalle, todo acompañado de un humor maravilloso.
Fue
un orgullo trabajar con William Tiriat, el más grande realizador de Colombia y
patriarca de un clan familiar con características de mafia teatral. Igualmente
contar con la presencia de un artista de la talla de Alejandro Velasco y de sus
colaboradores Raúl Cuellar y José Francisco Ortiz. Diego Campos, a cargo de la
tramoya del teatro, fue siempre un apoyo solidario.
Trabajar
en equipos multidisciplinarios, convertidos en una familia en el poco tiempo
que nos permite la escena, es lo que más me maravilla de la ópera. A todos les
doy las gracias. Pero sobre todo a mi hermanos en el teatro, Alejandro Chacón y
Adán Martínez Francia, que me devolvieron la alegría de aquella época dorada
que compartimos en el Teatro Teresa Carreño.
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