martes, 2 de febrero de 2010

“La tradición del teatro como arte” por David Mamet (fragmento)






Se nos ha dicho que el teatro siempre está muriendo. Y es cierto, y, en vez de quitarle importancia, deberíamos comprenderlo. El teatro es una expresión de nuestra vida onírica, de nuestras aspiraciones inconscientes.
El teatro responde a lo mejor de nuestra sociedad, a lo más turbado, a lo más visionario. Conforme la sociedad cambia, cambia el teatro.
Los trabajadores del teatro -actores, escritores, directores, profesores- se ven atraídos a él no por una predilección intelectual, sino por necesidad. Nos vemos empujados al teatro por nuestra necesidad de expresar -nuestra necesidad de responder a los interrogantes de nuestras vidas- las cuestiones del tiempo en que vivimos. De este momento.
El artista dramático desempeña en la sociedad la misma función que los sueños en nuestra vida subconsciente; la vida subconsciente del individuo. Se nos elige para que suministremos los sueños del cuerpo político, somos los hacedores de sueño de la sociedad.
Aquello que representamos, diseñamos, escribimos, no proviene de una fantasía individual carente de sentido, sino del alma de los tiempos, esa alma que se observa y expresa en el artista.
El artista es el explorador avanzado de la conciencia social. Como tal, muchas veces sus primeros informes no son creídos.
Más tarde esos informes pueden ser aplaudidos y luego, tal vez, sacralizados, lo que equivale a decir esterilizados; se los juzga descriptivos, no de una realidad exterior, sino del curioso y personal estado mental del artista. Más tarde aún, tanto los informes como el artista pueden ser desechados, pues lo que dicen es tan trillado que resulta inútil.
No es el teatro el que está muriendo, sino los hombres y mujeres: la sociedad. Y mientras ésta muere, aparece un nuevo grupo de exploradores, artistas, cuyos informes son repudiados, luego sacralizados, luego repudiados.
El teatro está siempre muriendo porque la inspiración artística no puede ser inculcada; solo puede ser alimentada.
La mayoría de las instituciones teatrales no sobreviven creativamente más allá de una generación. Cuando desaparece la necesidad que les dio origen, sólo queda una cáscara vacía. La codificación de una visión que no es visión en absoluto.
El impulso artístico -el impulso de crear- se convierte en el impulso institucional -el impulso de conservar-, y ambos son antitéticos.
¿Que puede conservarse? ¿Qué puede comunicarse de una generación a la siguiente?
Filosofía. Moral. Estética.
Todo esto puede expresarse por medio de una técnica, en aquellas disciplinas que permiten al artista responder veraz, plena y amorosamente a aquello, sea lo que fuere, que él o ella desea expresar.
Estas disciplinas -las disciplinas del teatro- no pueden comunicarse intelectualmente. Deben aprenderse de primera mano mediante una larga práctica bajo la tutela de alguien que las haya aprendido de primera mano. Deben aprenderse de un artista.
Las disciplinas del teatro deben aprenderse practicando con, y emulando a, aquellas personas que son capaces de emplearlas.
Esto es lo que puede y debe transmitirse de una generación a la siguiente. La técnica, el conocimiento de como traducir el deseo incipiente en una acción nítida, a una acción capaz de comunicarse por sí misma al público.
Esta técnica, esta atención, este amor a la precisión, a la nitidez, este amor al teatro, es el mejor camino, porque es amor al público, a aquello que une al actor y la sala: un deseo de compartir algo que todos saben que es cierto.
Sin técnica, es decir, sin filosofía, la actuación no puede ser arte. Y si no puede ser arte, tenemos un grave problema.
Vivimos en un país analfabeto. Los medios de comunicación de masas -incluido el teatro comercial- comercian con lo más bajo de la experiencia humana, y en último término, nos envilecen a todos por el peso de su insensatez.
Toda reiteración de la idea que nada importa envilece el espíritu humano.

Gracias a Vladimir Vera por regalarnos este texto

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